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La mónada del salar
Itala Schmelz
México
2025.05.21
Tiempo de lectura: 16 minutos

Nuestra primera edición de Travesías Terremoto estuvo acompañada por varixs invitadxs, la curadora y filósofa Itala Schmelz nos comparte esta breve filosofía-ficción inspirada en ese momento.

Donde la tierra le cierra el paso al mar de Cortés, en la frontera internacional de México con Estados Unidos y la local entre Baja California Norte y Sonora, se expande un inmenso desierto. Cinco personas, con el aspecto de lxs últimxs sobrevivientes sobre el planeta, bajan por unas dunas de purísima arena marrón y atraviesan una blanca planicie de kilómetros y kilómetros de sal que han quedado como un límpido espejo inmóvil al vaporizarse el agua de la costa. Mientras oyen cómo truenan los cristales de sal bajo sus pisadas, notan que por el mar ya no pasan barcos con cargamento narco como en los días anteriores, tampoco se ven las luces de los coches avanzar por la carretera. No está la barda fronteriza ni hay retenes militares a la distancia. ¿Habrán viajado en el tiempo? ¿Se encontrarán en un mundo paralelo? 

Venían de una larga exploración y, a su regreso, no encontraron las cómodas cabañas que lxs hospedaban. Unas semanas antes, invitadxs a participar en un proyecto de arte interdisciplinario, habían viajado desde diferentes puntos de Latinoamérica para aventurarse en el desierto y llevar a cabo un “simulacro interplanetario”. Elisa es chilena, conoce el mapa celeste y piensa que hay que usar la tecnología de otra manera; Tania Ximena es mexicana, le interesan las culturas originarias y su sentido cosmogónico y mágico de entender la Tierra; de Argentina viene Nahuel, quien tiene herencia alquimista y sabe leer los símbolos del paisaje; Luis es de Costa Rica, realiza interesantes investigaciones sobre los seres extremófilos; y Dyo, cuyo cuerpo no deja de hacer sorprendentes simbiosis con el territorio, es de Brasil.

Deambulan buscando agua dulce y comida en los islotes que, como oasis, aparecen en las salinas, ahí encuentran animales y frutos comestibles. Poco antes de su desesperación, se encuentran con un objeto no identificable y, como hipnotizados, hacen un círculo en torno a él. Es un objeto dual, a la vez que parece estar enterrado en el fondo, cristalizado, su imagen se duplica invertidamente como una proyección holográfica sobre la superficie. No es un ser orgánico —tampoco parece tecnológico. Realiza permanentes anamorfosis prismáticas, haciendo patrones geométricos al infinito, pero también hace formas irregulares y rizomáticas. No solamente se recrea con cambios de formas y colores, sino que emite ruidos. Su permanente contracción y dilatación —su pulso de sístole y diástole, inhalación y exhalación— produce ondas sonoras binaurales y, por la noche, toca notas armónicas como si cantara a las estrellas.

Entre ellxs, se preguntan: ¿qué será? ¿Es una matriz, una semilla? ¿Un regalo extraterrestre? ¿Un aliado del pensamiento mágico, un tótem en territorio sagrado? ¿Es un portal? Lo que parece obvio, es que no es pensable desde la ciencia, no es cuantificable ni mesurable, no puede ser clasificado, ni siquiera puede ser conocido, solamente experimentado: es un objeto metafísico. Recostado sobre la blanquísima superficie salina, Nahuel acerca al objeto una caracola para escuchar a través de su espiral. Elisa lo observa con luz ultrarroja, mide sus ondas sonoras con un aparatito que saca de su mochila y propone: ¡tratemos de sintonizar nuestro palpitar con su palpitar! Tania Ximena no deja de pensar en los patrones que forma el extraño objeto y la relación que éstos tienen con los motivos de las cerámicas O’Odham, el pueblo originario para quienes estas tierras son sagradas. Luis plantea que éste emana su propia subjetividad y que imagina, que se trata de una forma de vida anómala que podría ser similar a la de otros lugares en el Universo. Dyo presiente que están ante un mágico misterio.

De pronto llega a visitarlxs una filósofa; les dice llevar una eternidad en soliloquio con ese objeto. Comienza por explicarles que, según Leibniz, existen una infinidad de mundos posibles que aunque no lleguen a realizarse, se potencializan virtualmente en cada acción y decisión que tomamos. Leibniz describe una pirámide de cristal, cuya base es infinita y de la cual emanan todos los mundos posibles. La punta de la pirámide es el mejor de estos mundos, el único que se actualiza —es decir, que sucede materialmente en el presente. 

Ustedes y yo, les dice, nos desatamos de la punta de la pirámide de cristal y, con ello, del tiempo lineal y cronológico. Estamos experimentando la temporalidad de los mundos paralelos, los pasados no realizados y los futuros contingentes. Ellxs le preguntan si podría ayudarlxs a regresar a su mundo, a lo que les responde que para ello tendrán que atravesar el portal hacia el Universo interior.

El objeto en el que han caído, ya que no están afuera sino adentro, como en un cuarto de espejos, es una mónada leibniziana: una sustancia simple que percibe y siente, una entelequia. No viene de otro mundo pero está conectada con todos los mundos, los existentes y los posibles. Es una partícula divina, una molécula de Dios, desde cada una de sus partes se mira el Todo; en ellas podemos ver pasado, presente y futuro sucediendo simultáneamente. Cada mónada es un espejo viviente y perpetuo del Universo. Digamos que esta entelequia del salar es una mónada sencilla, un espíritu de las salinas, quizá un antiguo chamán; nuestras almas también son mónadas, pero más complejas. El ser humano es una zona de indeterminación, un umbral entre dos órdenes de diferente naturaleza: la materia y el espíritu, physis y nous. 

Esta entelequia —continúa la filósofa— tiene algo que comunicarles. Heidegger planteó que ser humano es, en esencia, habitar la Tierra. En sus palabras: habitar significa “cuidar y cultivar el crecimiento de lo que por sí mismo madura”. Habitar es construir y construimos en tanto que “la Tierra es la morada de los Mortales”. A su vez, estar sobre la Tierra es estar “bajo el Cielo” y esto implica “permanecer ante los Divinos”. La comunidad humana “supone una originaria unidad”, “se comparten en uno los cuatro: Tierra, Cielo, los Divinos y los Mortales”. “A este despliegue unitario le llamamos los cuadrantes”. Lxs Mortales deberían ser lxs custodixs de lo cuadrante y proteger la Tierra, llevando a su esencia las cosas, ya que las cosas mismas albergan lo cuadrante si son dejadas en su esencia; sin embargo, en lugar de ello, explotan la Tierra sin límites y han olvidado aguardar la llegada de lxs Divinxs, cerrando la puerta a lo inesperado. Para Heidegger, a mediados del siglo XX, ya era evidente que lxs Mortales “tendrían ante todo que buscar nuevamente la esencia del habitar”, “constituirse por el habitar” y “pensar para el habitar”, si aún querían salvar el planeta. 

Lxs individuos de la sociedad moderna no habitan el mundo cuidando el cuadrante planteado por Heidegger, tienen su espiritualidad desorientada, dormida, manipulada y esclavizada. Es por ello que Artaud buscó escapar de un mundo falso comiendo peyote con lxs Tarahumaras. Es necesario truncar la pirámide de Leibniz, ya que su punta no es el mejor de los mundos posibles, sino aquel instrumentalizado por la razón; la punta del presente, que es justamente donde se da la coalescencia entre physis y nous, materia y espíritu, cuerpo y alma, está secuestrada por un sistema tecnocrático que ha impuesto un tiempo artificial y maquínico sobre nuestra percepción del presente, enajenando nuestro estar en el mundo. Podemos interpretar la punta de la pirámide leibniziana con el “punto de encaje” —del que Don Juan habla a Castaneda— donde la percepción se ensambla y que, según él, lxs modernos tenemos atorado; enchufado a la Matrix, cuando puede moverse. ¿Por qué encerrar en una pirámide, con una única punta, lo que se desborda por todo el universo, el flujo entre la energía material y la energía espiritual? Don Juan enseña a Castaneda a mover su punto de encaje para abrir la pirámide de cristal y liberar las fibras energéticas que nos vinculan con el cosmos. 

En este punto, la filósofa les hace un llamado rebelde: les propone que vuelvan al cronos moderno para poner en crisis la concepción tecno-positivista del mundo. Ellxs pueden, a través del arte, ayudar al individuo moderno a mover su punto de encaje abriendo holísticamente las puertas entre physis y nous. En los confines indiscernibles entre el cuerpo y el alma está el portal al Universo interior, pero sin el cuadrante heideggeriano, el portal se mantendrá cerrado, les advierte la filósofa.

Por último, les dice, para Teilhard de Chardin no hay otra religión que la de “amar y servir apasionadamente al Universo”, la humanidad necesita experimentar un despertar de conciencia “capaz de acercarse al alma misma del cosmos”, lo cual le permitirá transformar la relación que tiene con el mundo. Para desviar el destino catastrófico de la sociedad moderna, deberán liberar las realidades contingentes y subvertir la visión lineal del tiempo.

Sentadxs en torno a la mónada, la energía que fluye entre ellxs forma una densidad psíquica común. El alma, dice Bifo, es vibración, pero las almas no vibran solas, vibran junto con otras, “el otro es extensión sensible de nuestra propia sensibilidad”. La mónada del salar hace vibrar sus almas que se abren como puntos de fuga hacia una transformación interior; juntxs atraviesan el portal y vuelven a la cúspide de la pirámide leibniziana, retornando el tiempo cronológico. Su misión no será sencilla.

 

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Donde la tierra le cierra el paso al mar de Cortés, en la frontera internacional de México con Estados Unidos y la local entre Baja California Norte y Sonora, se expande un inmenso desierto. Cinco personas, con el aspecto de lxs últimxs sobrevivientes sobre el planeta, bajan por unas dunas de purísima arena marrón y atraviesan una blanca planicie de kilómetros y kilómetros de sal que han quedado como un límpido espejo inmóvil al vaporizarse el agua de la costa. Mientras oyen cómo truenan los cristales de sal bajo sus pisadas, notan que por el mar ya no pasan barcos con cargamento narco como en los días anteriores, tampoco se ven las luces de los coches avanzar por la carretera. No está la barda fronteriza ni hay retenes militares a la distancia. ¿Habrán viajado en el tiempo? ¿Se encontrarán en un mundo paralelo? 

Venían de una larga exploración y, a su regreso, no encontraron las cómodas cabañas que lxs hospedaban. Unas semanas antes, invitadxs a participar en un proyecto de arte interdisciplinario, habían viajado desde diferentes puntos de Latinoamérica para aventurarse en el desierto y llevar a cabo un “simulacro interplanetario”. Elisa es chilena, conoce el mapa celeste y piensa que hay que usar la tecnología de otra manera; Tania Ximena es mexicana, le interesan las culturas originarias y su sentido cosmogónico y mágico de entender la Tierra; de Argentina viene Nahuel, quien tiene herencia alquimista y sabe leer los símbolos del paisaje; Luis es de Costa Rica, realiza interesantes investigaciones sobre los seres extremófilos; y Dyo, cuyo cuerpo no deja de hacer sorprendentes simbiosis con el territorio, es de Brasil.

Deambulan buscando agua dulce y comida en los islotes que, como oasis, aparecen en las salinas, ahí encuentran animales y frutos comestibles. Poco antes de su desesperación, se encuentran con un objeto no identificable y, como hipnotizados, hacen un círculo en torno a él. Es un objeto dual, a la vez que parece estar enterrado en el fondo, cristalizado, su imagen se duplica invertidamente como una proyección holográfica sobre la superficie. No es un ser orgánico —tampoco parece tecnológico. Realiza permanentes anamorfosis prismáticas, haciendo patrones geométricos al infinito, pero también hace formas irregulares y rizomáticas. No solamente se recrea con cambios de formas y colores, sino que emite ruidos. Su permanente contracción y dilatación —su pulso de sístole y diástole, inhalación y exhalación— produce ondas sonoras binaurales y, por la noche, toca notas armónicas como si cantara a las estrellas.

Entre ellxs, se preguntan: ¿qué será? ¿Es una matriz, una semilla? ¿Un regalo extraterrestre? ¿Un aliado del pensamiento mágico, un tótem en territorio sagrado? ¿Es un portal? Lo que parece obvio, es que no es pensable desde la ciencia, no es cuantificable ni mesurable, no puede ser clasificado, ni siquiera puede ser conocido, solamente experimentado: es un objeto metafísico. Recostado sobre la blanquísima superficie salina, Nahuel acerca al objeto una caracola para escuchar a través de su espiral. Elisa lo observa con luz ultrarroja, mide sus ondas sonoras con un aparatito que saca de su mochila y propone: ¡tratemos de sintonizar nuestro palpitar con su palpitar! Tania Ximena no deja de pensar en los patrones que forma el extraño objeto y la relación que éstos tienen con los motivos de las cerámicas O’Odham, el pueblo originario para quienes estas tierras son sagradas. Luis plantea que éste emana su propia subjetividad y que imagina, que se trata de una forma de vida anómala que podría ser similar a la de otros lugares en el Universo. Dyo presiente que están ante un mágico misterio.

De pronto llega a visitarlxs una filósofa; les dice llevar una eternidad en soliloquio con ese objeto. Comienza por explicarles que, según Leibniz, existen una infinidad de mundos posibles que aunque no lleguen a realizarse, se potencializan virtualmente en cada acción y decisión que tomamos. Leibniz describe una pirámide de cristal, cuya base es infinita y de la cual emanan todos los mundos posibles. La punta de la pirámide es el mejor de estos mundos, el único que se actualiza —es decir, que sucede materialmente en el presente. 

Ustedes y yo, les dice, nos desatamos de la punta de la pirámide de cristal y, con ello, del tiempo lineal y cronológico. Estamos experimentando la temporalidad de los mundos paralelos, los pasados no realizados y los futuros contingentes. Ellxs le preguntan si podría ayudarlxs a regresar a su mundo, a lo que les responde que para ello tendrán que atravesar el portal hacia el Universo interior.

El objeto en el que han caído, ya que no están afuera sino adentro, como en un cuarto de espejos, es una mónada leibniziana: una sustancia simple que percibe y siente, una entelequia. No viene de otro mundo pero está conectada con todos los mundos, los existentes y los posibles. Es una partícula divina, una molécula de Dios, desde cada una de sus partes se mira el Todo; en ellas podemos ver pasado, presente y futuro sucediendo simultáneamente. Cada mónada es un espejo viviente y perpetuo del Universo. Digamos que esta entelequia del salar es una mónada sencilla, un espíritu de las salinas, quizá un antiguo chamán; nuestras almas también son mónadas, pero más complejas. El ser humano es una zona de indeterminación, un umbral entre dos órdenes de diferente naturaleza: la materia y el espíritu, physis y nous. 

Esta entelequia —continúa la filósofa— tiene algo que comunicarles. Heidegger planteó que ser humano es, en esencia, habitar la Tierra. En sus palabras: habitar significa “cuidar y cultivar el crecimiento de lo que por sí mismo madura”. Habitar es construir y construimos en tanto que “la Tierra es la morada de los Mortales”. A su vez, estar sobre la Tierra es estar “bajo el Cielo” y esto implica “permanecer ante los Divinos”. La comunidad humana “supone una originaria unidad”, “se comparten en uno los cuatro: Tierra, Cielo, los Divinos y los Mortales”. “A este despliegue unitario le llamamos los cuadrantes”. Lxs Mortales deberían ser lxs custodixs de lo cuadrante y proteger la Tierra, llevando a su esencia las cosas, ya que las cosas mismas albergan lo cuadrante si son dejadas en su esencia; sin embargo, en lugar de ello, explotan la Tierra sin límites y han olvidado aguardar la llegada de lxs Divinxs, cerrando la puerta a lo inesperado. Para Heidegger, a mediados del siglo XX, ya era evidente que lxs Mortales “tendrían ante todo que buscar nuevamente la esencia del habitar”, “constituirse por el habitar” y “pensar para el habitar”, si aún querían salvar el planeta. 

Lxs individuos de la sociedad moderna no habitan el mundo cuidando el cuadrante planteado por Heidegger, tienen su espiritualidad desorientada, dormida, manipulada y esclavizada. Es por ello que Artaud buscó escapar de un mundo falso comiendo peyote con lxs Tarahumaras. Es necesario truncar la pirámide de Leibniz, ya que su punta no es el mejor de los mundos posibles, sino aquel instrumentalizado por la razón; la punta del presente, que es justamente donde se da la coalescencia entre physis y nous, materia y espíritu, cuerpo y alma, está secuestrada por un sistema tecnocrático que ha impuesto un tiempo artificial y maquínico sobre nuestra percepción del presente, enajenando nuestro estar en el mundo. Podemos interpretar la punta de la pirámide leibniziana con el “punto de encaje” —del que Don Juan habla a Castaneda— donde la percepción se ensambla y que, según él, lxs modernos tenemos atorado; enchufado a la Matrix, cuando puede moverse. ¿Por qué encerrar en una pirámide, con una única punta, lo que se desborda por todo el universo, el flujo entre la energía material y la energía espiritual? Don Juan enseña a Castaneda a mover su punto de encaje para abrir la pirámide de cristal y liberar las fibras energéticas que nos vinculan con el cosmos. 

En este punto, la filósofa les hace un llamado rebelde: les propone que vuelvan al cronos moderno para poner en crisis la concepción tecno-positivista del mundo. Ellxs pueden, a través del arte, ayudar al individuo moderno a mover su punto de encaje abriendo holísticamente las puertas entre physis y nous. En los confines indiscernibles entre el cuerpo y el alma está el portal al Universo interior, pero sin el cuadrante heideggeriano, el portal se mantendrá cerrado, les advierte la filósofa.

Por último, les dice, para Teilhard de Chardin no hay otra religión que la de “amar y servir apasionadamente al Universo”, la humanidad necesita experimentar un despertar de conciencia “capaz de acercarse al alma misma del cosmos”, lo cual le permitirá transformar la relación que tiene con el mundo. Para desviar el destino catastrófico de la sociedad moderna, deberán liberar las realidades contingentes y subvertir la visión lineal del tiempo.

Sentadxs en torno a la mónada, la energía que fluye entre ellxs forma una densidad psíquica común. El alma, dice Bifo, es vibración, pero las almas no vibran solas, vibran junto con otras, “el otro es extensión sensible de nuestra propia sensibilidad”. La mónada del salar hace vibrar sus almas que se abren como puntos de fuga hacia una transformación interior; juntxs atraviesan el portal y vuelven a la cúspide de la pirámide leibniziana, retornando el tiempo cronológico. Su misión no será sencilla.