Nohora Arrieta visita la 3ª Bienal de Kingston Green x Gold y explora las tensiones entre los imaginarios turísticos del Caribe y las realidades coloniales y extractivas que persisten en la región. Repasando las obras y ejes curatoriales, propone interrogantes sobre las posibles rutas críticas para pensar el archivo colonial, los regímenes de representación y las formas contemporáneas de cimarronaje y camuflaje.
Es medio día. Afuera, el termómetro marca entre 29 o 30 ºC ; pero tan pronto entramos al edificio de la National Art Gallery de Jamaica, la temperatura desciende y el frescor inesperado invita al recorrido. Con excepción de la amiga que me acompaña, no hay más visitantes en las galerías que, desde el 15 de diciembre de 2024, hospedan la más reciente Bienal de Kingston, bajo el nombre Green x Gold [Verde x dorado]. Curada por Ashley James y O'Neill Lawrence, el título fue inspirado en la bandera de la isla: el verde de su tierra fértil, el dorado de los rayos del sol. Eso: el paisaje, la tierra, el medio ambiente —su destrucción— y los imaginarios de Jamaica como un paraíso para turistas son algunas de las ideas que organizaron la selección de 28 artistas y 90 obras distribuidas en seis salas: Politics & Poetics of Extraction [Políticas y poéticas de la extracción]; Land Re-Formations [Re-formaciones de la tierra]; Critical Paradise [Paraíso crítico]; Technological Terrains [Terrenos tecnológicos]; New Horizon Lines [Nuevas líneas del horizonte]; Feminist Ecologies [Ecologías feministas].
Recorrí la bienal de Kingston en enero de este año. Fue mi primera visita a Jamaica. Cuando me siento a recolectar las notas del recorrido y de las conversaciones que he ido acumulando en las últimas semanas, la certeza del dato —curadorxs, artistas, piezas, títulos de las salas— no alcanza para disipar una sensación de incertidumbre. A pesar de la familiaridad con la que digo Grace Jones (el gesto cuadrado, irreverente), Bob Marley (three little birds), Sister Nancy (bam bam bilan), Usain Bolt (¿existe alguien más veloz en la galaxia?); distingo las tonadas de reggae con las que crecí en el Caribe colombiano, o visualizo un mar transparente, mi idea de Jamaica es más bien confusa. Esto que intento —comentar la Bienal de Kingston— exige una pausa: detenerse a reparar en las preguntas e intuiciones que se generan en la colisión de aquello que ha sido tantas veces escuchado, imaginado y casi familiar, con su materialidad huidiza y poco conocida.
La profundidad desolada de la música de cuerdas de Gas Men [Hombres de gas] (2014), la video-instalación de Cristopher Cozier (Trinidad, 1955), sienta el tono de la sala Politics & Poetics of Extraction. En el video, proyectado en dos canales, las siluetas de dos hombres vestidos con traje ejecutivo ondean mangueras de gasolina como si fueran lazos de cowboys en la orilla de un mar o un lago. El gesto de los hombres podría ser un comentario sobre la industria de la gasolina en Trinidad, uno de los principales productos de exportación de la isla, o sobre proyectos extractivistas que repiten su alfabeto de destrucción en Venezuela, Brasil o el Congo. La pieza de Cozier, más o menos familiar para quien recientemente ha frecuentado exposiciones que abordan el Caribe o una parte de él, está colocada a cierta distancia de otra menos conocida, pero que amplía este diálogo sobre extracción: los ensayos de tierra en cuadros de aluminio de Shanti Persaud (Jamaica, 1974), Red Mud Essays: Wasteland & the Evolution of Things [Ensayos del lodo rojo: tierra baldía y la evolución de las cosas] (2012). Persaud es geóloga tanto de formación como de práctica, su instalación rastrea los paisajes —quebrados, agrietados, sedientos, erosionados— que expele la minería de bauxita, misma de la que Jamaica es el séptimo productor en el mundo.
En todo proyecto colonial hay un ansia de extracción: tierra, minerales, cuerpos, recursos varios. Para extraer, es preciso ocupar. Para ocupar, se inventan guerras. La instalación Separate Realities [Realidades separadas] (2006), de Marlene Lewis (Jamaica), tiene algo del cómic. Cada caja de tabaco abierta es una viñeta en la que se desenvuelve una escena con soldaditos de juguete, con uniformes en verde militar, que ora asaltan un fondo de playa transparente, ora se esconden en un bosque tropical. La playa y los soldados podrían estar en Haití, República Dominicana o Puerto Rico. Los trabajos de la sala Critical Paradise recuerdan que, tal como se ocupa un territorio, se ocupan los cuerpos que lo habitan. Para hacerlo, se producen, entre otras cosas, regímenes visuales: formas de ver que, en el caso del Caribe y Jamaica, exotizan ciertos cuerpos. Ataviada con vestido amarillo, un turbante del mismo color, los labios rojísimos y dos naranjas en la mano, la protagonista de la fotografía Yellow Bird in Banana Tree [Pájaro amarillo sobre árbol de plátano] (2021), de Tiffany Smith, gobierna con su mirada la galería, mientras confronta, glosa y trastoca tradiciones coloniales de representación del cuerpo femenino caribeño.
Colonialismo, extracción, ocupación. Hay quien dice que a estas alturas son temas redundantes, incluso previsibles, en exposiciones con el adjetivo caribeñx. Si una quisiera notar los “meh” de la bienal, podría agregar al comentario anterior que los formatos favorecidos (instalación, video, fotografía) no son nuevos; o que es extraño el modo en que tradiciones musicales caribeñas contemporáneas continúan desprendidas de ciertas ideas sobre lo visual que circulan en la región: ¿a qué se debe que haya tan poco sonido en estas obras? ¿Por qué no huelen a calle? Hablo desde el lugar de quien visita por primera vez, desde el punto del Caribe continental que es Cartagena, y prefiero escarbar en las preguntas, en las tensiones que intuyo. Reparar en que, aunque resulte repetitiva, la conversación sobre colonialismo, extracción u ocupación nos aboca a preguntas que siguen abiertas, quizá en algunos lugares del Caribe más que en otros: ¿cómo no hablar de colonialismo, si lo que se acentúa en nuestro presente caribeño (lo que sea que esa palabra signifique) es la situación colonial, o lo que Quijano llama la colonialidad? ¿Cómo hablar de otra cosa en una región en la que a nivel institucional queda tanto por discutir? Estas preguntas desembocan en otras igual de vigentes: ¿cómo hace el arte para continuar machacando con las preguntas cruciales sin que se petrifiquen los lenguajes, las formas, los vocabularios? ¿De qué modo imaginar, siempre, nuevas rutas, modos de nombrar y preguntar, modos de huir o camuflarse? Por preguntas como estas me siento a ver la bienal.
Sabemos, por biografías y Wikipedia, que Sir Harry Johnston dedicó su vida a la infame tarea de dividir el continente africano para Europa. Poco se dice, en cambio, del viaje de reconocimiento que realizó entre 1908 y 1909 por el Caribe anglófono. Reconocer, aquí, quiere decir mapear: recorrer para colonizar. Trece de las fotografías que Johnston tomó durante su visita a Jamaica a principios del siglo XX reposan en el acervo de la National Art Gallery de Jamaica. Son fotos de pequeños poblados (“Street in Port Maria”, “In Maroon Country”), de flora (“Bromliacaceous Epiphile”), de habitantes (“Negro Peasant Woman”). Las mueve un paradigma de captura: he aquí una mujer negra, he aquí una planta. No sorprende entonces que estén dispuestas en la sala Politics & Poetics of Extraction.
Las fotos de Johnston alimentan lo que Krista Thompson, en su libro An Eye for the Tropics [El ojo sobre los trópicos] (2006), llama un archivo colonial que construye al Caribe como espacio exótico y fantástico, mismo que debe ser civilizado. Las investigaciones de Thompson transformaron el campo de los estudios visuales en las últimas dos décadas y están en el núcleo del debate que propone Green X Gold. La pregunta por el archivo —contemporánea y omnipresente— se impone una vez más. Es sugestivo, sin embargo, que sea colocada desde una bienal organizada por una de las instituciones de arte más antiguas del Caribe anglófono. En este sentido, Green x Gold vuelve al interrogante sobre cómo lidiamos institucionalmente con el archivo, y una diría que se inclina por dos posibilidades explícitas. Por un lado, confrontar el propio archivo: la mujer caribeña que mira, en Yellow Bird in Banana Tree, trastoca eso que puede leerse como intento de captura del cuerpo femenino caribeño en “Woman Offering Author an Orchid” [Mujer ofreciendo al autor una orquídea] de Johnston. Por el otro, asumir la (ocasional) amplitud del archivo y distinguir, en él, modos para reformular preguntas, revisar tradiciones y constatar, por ejemplo, que ante la mirada extractivista del archivo colonial existe una contra-mirada cuyas estrategias de fuga —incluso visuales—, en un lugar como Jamaica, son antiguas.
Así, como foránea que tuvo la suerte de encontrarse con un Albert Huie apenas una vez en su vida y nunca antes vio un Everald Brown, me conmueve que estos dos artistas jamaicanos de mediados del siglo XX aparezcan en la sala Land Reformations. Dice Thompson que la imagen de Jamaica como paraíso para ser consumido por la metrópoli europea fue acompañada de un estilo pintoresco que escasea en imágenes que recalquen el trabajo de lxs jamaicanxs o de ellxs mismxs modificando su entorno. En Crop Time [Tiempo de cosecha] (1955), de Huie, la tierra es transformada por una bandada de cuerpos negros que se mueven, cortan, envuelven y transportan pacas de caña. Bush Have Ears [Los arbustos tienen oídos] (1976), de Brown, profundiza en el vínculo entre individuo y territorio: las montañas son seres místicos con rostros y los seres humanos las habitan igual que microorganismos diminutos, como células que las constituyen. Espacios sagrados, entes que atesoran conocimientos antiguos, las montañas no son paisaje sino reverberación del universo y sus movimientos infinitos en Mysticall Hills [Colinas místicas] (1979), también de Brown.
Observo las pinturas de Huie y Brown, y pienso en las tradiciones de cimarronaje y camuflaje que se revelaron centrales para entender Jamaica durante mi visita. Pocas sociedades esclavistas vieron un nivel de sublevación similar al de Jamaica. Ahí, las comunidades maroon/cimarronas han existido continuamente en una interdependencia con el entorno que confronta discursos coloniales de extracción e instrumentalización de la tierra y la violencia con la que esos mismos discursos se manifiestan visualmente. Las pinturas de Huie y Brown, en tanto archivo visual jamaicano, dan cuenta de un continuum que alimenta tradiciones —huidas, camuflajes— más contemporáneas.
Kingston está atravesada por el meridiano 76º oeste y Cartagena, al lado, por el 75º oeste. Recorriendo Kingston, recuerdo la geografía amorfa y soleada de algunos barrios cartageneros. Y en ciertas canciones de champeta, un género musical autóctono de Cartagena, se reconocen los acordes del reggae jamaicano. Mi visita a Jamaica y a la bienal estuvo atravesada por la revelación de un espacio sensible compartido, de una cercanía. Las similitudes, distancias, diferencias, que tejen ese espacio quizá expliquen por qué sentí una predilección por la sala New Horizon Lines, con sus preguntas y promesas.
En las imágenes impresas de Paul Anthony Smith (Jamaica, 1988), el vacío geométrico de una cerca revela el mar o una playa con palmeras. Para alguien que creció en Cartagena —la ciudad turística par excellence de Colombia—, donde el acceso al centro histórico es cada vez más restringido para lxs localxs y la privatización absoluta de las playas públicas parece una realidad no muy lejana, las impresiones de Smith resuenan con sus comentarios sobre acceso y circulación en espacios imaginados como el paraíso: ¿quién accede a esa playa? ¿Quién la circula? La cerca de Smith, dibujada con aerosol sobre la imagen, fracciona el paraíso para revelar que la imagen no es completa; que cada playa paradisíaca oculta un envés de explotación o de ciudadanía de segunda clase, ya sea para cartagenerxs o jamaicanxs.
Sin embargo, en medio del horizonte de preguntas abrumador que impone la industria turística y su legado colonial, algunas piezas de esta bienal son una invitación cándida a creer en las posibilidades del presente: pensar otros horizontes. Durante un año, Oneika Russell (Jamaica, 1980) visitó y fotografió Lime Cay, una playa en la que lxs kingstonianxs todavía pueden tomar un baño de mar los fines de semana. Las 26 acuarelas de Lime Cay Figures [Figuras de Lime Cay] (2023-2024) tienen una frecuencia bajita de lo cotidiano, de quien dice “aquí estamos” y observa amorosamente su lugar. Los tonos azules, verdes y lilas del mar y las playas de Russell derraman delicadeza en la mañana, al mediodía o al atardecer. Cada acuarela va acompañada de un texto minúsculo, tomado de una revista o sitio web, que relata una situación de la sociedad jamaicana que pasa desapercibida, documentos financieros o reportes del clima.
Mirando cuidadosamente la cotidianidad del agua, las fotografías submarinas de Nadia Huggins (Saint Vicent) vinculan la fragilidad de los ecosistemas que habitan la superficie del mar con la de aquellos que habitan debajo de ella. La abstracción acuosa y silenciosa del paisaje de burbujas y luz de Huggins crea un espacio para detener la mirada —aguantar la respiración— e imaginarnos en el movimiento que es la huida: en el movimiento, los contornos se difuminan; ahí es posible camuflarse.
El camuflaje como tecnología cimarrona, su cotidiano imperceptible, abierto a la pregunta, confronta las certezas que impone toda imagen del paraíso y su legado colonial. Es quizá esta la provocación que persiste, vibrando bajito; después de visitar la bienal, los encuentros en Jamaica y las conversaciones: ¿de qué modo las estrategias de huida visual que proponen algunxs artistas dialogan/se insertan en antiguas tácticas colectivas, comunitarias y anticoloniales? ¿De qué modo las palabras “movimiento”, “diáspora” y “camuflaje” contribuyen a repensar conversaciones necesarias en la urgencia de nuestros presentes políticos? ¿De qué formas las preguntas subrayadas por una bienal en Kingston reverberan en lugares en los que deberían ser escuchadas, como Cartagena? ¿Qué hacemos para que estos diálogos, originados en las semejanzas de los espacios compartidos (Caribe, Latinoamérica, y todos esos nombres que a veces dicen y otras no), se conviertan en estrategias presentes y futuras para continuar imaginando otras formas de existencia? Por aquí me quedo, en el recorrido.
Es medio día. Afuera, el termómetro marca entre 29 o 30 ºC ; pero tan pronto entramos al edificio de la National Art Gallery de Jamaica, la temperatura desciende y el frescor inesperado invita al recorrido. Con excepción de la amiga que me acompaña, no hay más visitantes en las galerías que, desde el 15 de diciembre de 2024, hospedan la más reciente Bienal de Kingston, bajo el nombre Green x Gold [Verde x dorado]. Curada por Ashley James y O'Neill Lawrence, el título fue inspirado en la bandera de la isla: el verde de su tierra fértil, el dorado de los rayos del sol. Eso: el paisaje, la tierra, el medio ambiente —su destrucción— y los imaginarios de Jamaica como un paraíso para turistas son algunas de las ideas que organizaron la selección de 28 artistas y 90 obras distribuidas en seis salas: Politics & Poetics of Extraction [Políticas y poéticas de la extracción]; Land Re-Formations [Re-formaciones de la tierra]; Critical Paradise [Paraíso crítico]; Technological Terrains [Terrenos tecnológicos]; New Horizon Lines [Nuevas líneas del horizonte]; Feminist Ecologies [Ecologías feministas].
Recorrí la bienal de Kingston en enero de este año. Fue mi primera visita a Jamaica. Cuando me siento a recolectar las notas del recorrido y de las conversaciones que he ido acumulando en las últimas semanas, la certeza del dato —curadorxs, artistas, piezas, títulos de las salas— no alcanza para disipar una sensación de incertidumbre. A pesar de la familiaridad con la que digo Grace Jones (el gesto cuadrado, irreverente), Bob Marley (three little birds), Sister Nancy (bam bam bilan), Usain Bolt (¿existe alguien más veloz en la galaxia?); distingo las tonadas de reggae con las que crecí en el Caribe colombiano, o visualizo un mar transparente, mi idea de Jamaica es más bien confusa. Esto que intento —comentar la Bienal de Kingston— exige una pausa: detenerse a reparar en las preguntas e intuiciones que se generan en la colisión de aquello que ha sido tantas veces escuchado, imaginado y casi familiar, con su materialidad huidiza y poco conocida.
La profundidad desolada de la música de cuerdas de Gas Men [Hombres de gas] (2014), la video-instalación de Cristopher Cozier (Trinidad, 1955), sienta el tono de la sala Politics & Poetics of Extraction. En el video, proyectado en dos canales, las siluetas de dos hombres vestidos con traje ejecutivo ondean mangueras de gasolina como si fueran lazos de cowboys en la orilla de un mar o un lago. El gesto de los hombres podría ser un comentario sobre la industria de la gasolina en Trinidad, uno de los principales productos de exportación de la isla, o sobre proyectos extractivistas que repiten su alfabeto de destrucción en Venezuela, Brasil o el Congo. La pieza de Cozier, más o menos familiar para quien recientemente ha frecuentado exposiciones que abordan el Caribe o una parte de él, está colocada a cierta distancia de otra menos conocida, pero que amplía este diálogo sobre extracción: los ensayos de tierra en cuadros de aluminio de Shanti Persaud (Jamaica, 1974), Red Mud Essays: Wasteland & the Evolution of Things [Ensayos del lodo rojo: tierra baldía y la evolución de las cosas] (2012). Persaud es geóloga tanto de formación como de práctica, su instalación rastrea los paisajes —quebrados, agrietados, sedientos, erosionados— que expele la minería de bauxita, misma de la que Jamaica es el séptimo productor en el mundo.
En todo proyecto colonial hay un ansia de extracción: tierra, minerales, cuerpos, recursos varios. Para extraer, es preciso ocupar. Para ocupar, se inventan guerras. La instalación Separate Realities [Realidades separadas] (2006), de Marlene Lewis (Jamaica), tiene algo del cómic. Cada caja de tabaco abierta es una viñeta en la que se desenvuelve una escena con soldaditos de juguete, con uniformes en verde militar, que ora asaltan un fondo de playa transparente, ora se esconden en un bosque tropical. La playa y los soldados podrían estar en Haití, República Dominicana o Puerto Rico. Los trabajos de la sala Critical Paradise recuerdan que, tal como se ocupa un territorio, se ocupan los cuerpos que lo habitan. Para hacerlo, se producen, entre otras cosas, regímenes visuales: formas de ver que, en el caso del Caribe y Jamaica, exotizan ciertos cuerpos. Ataviada con vestido amarillo, un turbante del mismo color, los labios rojísimos y dos naranjas en la mano, la protagonista de la fotografía Yellow Bird in Banana Tree [Pájaro amarillo sobre árbol de plátano] (2021), de Tiffany Smith, gobierna con su mirada la galería, mientras confronta, glosa y trastoca tradiciones coloniales de representación del cuerpo femenino caribeño.
Colonialismo, extracción, ocupación. Hay quien dice que a estas alturas son temas redundantes, incluso previsibles, en exposiciones con el adjetivo caribeñx. Si una quisiera notar los “meh” de la bienal, podría agregar al comentario anterior que los formatos favorecidos (instalación, video, fotografía) no son nuevos; o que es extraño el modo en que tradiciones musicales caribeñas contemporáneas continúan desprendidas de ciertas ideas sobre lo visual que circulan en la región: ¿a qué se debe que haya tan poco sonido en estas obras? ¿Por qué no huelen a calle? Hablo desde el lugar de quien visita por primera vez, desde el punto del Caribe continental que es Cartagena, y prefiero escarbar en las preguntas, en las tensiones que intuyo. Reparar en que, aunque resulte repetitiva, la conversación sobre colonialismo, extracción u ocupación nos aboca a preguntas que siguen abiertas, quizá en algunos lugares del Caribe más que en otros: ¿cómo no hablar de colonialismo, si lo que se acentúa en nuestro presente caribeño (lo que sea que esa palabra signifique) es la situación colonial, o lo que Quijano llama la colonialidad? ¿Cómo hablar de otra cosa en una región en la que a nivel institucional queda tanto por discutir? Estas preguntas desembocan en otras igual de vigentes: ¿cómo hace el arte para continuar machacando con las preguntas cruciales sin que se petrifiquen los lenguajes, las formas, los vocabularios? ¿De qué modo imaginar, siempre, nuevas rutas, modos de nombrar y preguntar, modos de huir o camuflarse? Por preguntas como estas me siento a ver la bienal.
Sabemos, por biografías y Wikipedia, que Sir Harry Johnston dedicó su vida a la infame tarea de dividir el continente africano para Europa. Poco se dice, en cambio, del viaje de reconocimiento que realizó entre 1908 y 1909 por el Caribe anglófono. Reconocer, aquí, quiere decir mapear: recorrer para colonizar. Trece de las fotografías que Johnston tomó durante su visita a Jamaica a principios del siglo XX reposan en el acervo de la National Art Gallery de Jamaica. Son fotos de pequeños poblados (“Street in Port Maria”, “In Maroon Country”), de flora (“Bromliacaceous Epiphile”), de habitantes (“Negro Peasant Woman”). Las mueve un paradigma de captura: he aquí una mujer negra, he aquí una planta. No sorprende entonces que estén dispuestas en la sala Politics & Poetics of Extraction.
Las fotos de Johnston alimentan lo que Krista Thompson, en su libro An Eye for the Tropics [El ojo sobre los trópicos] (2006), llama un archivo colonial que construye al Caribe como espacio exótico y fantástico, mismo que debe ser civilizado. Las investigaciones de Thompson transformaron el campo de los estudios visuales en las últimas dos décadas y están en el núcleo del debate que propone Green X Gold. La pregunta por el archivo —contemporánea y omnipresente— se impone una vez más. Es sugestivo, sin embargo, que sea colocada desde una bienal organizada por una de las instituciones de arte más antiguas del Caribe anglófono. En este sentido, Green x Gold vuelve al interrogante sobre cómo lidiamos institucionalmente con el archivo, y una diría que se inclina por dos posibilidades explícitas. Por un lado, confrontar el propio archivo: la mujer caribeña que mira, en Yellow Bird in Banana Tree, trastoca eso que puede leerse como intento de captura del cuerpo femenino caribeño en “Woman Offering Author an Orchid” [Mujer ofreciendo al autor una orquídea] de Johnston. Por el otro, asumir la (ocasional) amplitud del archivo y distinguir, en él, modos para reformular preguntas, revisar tradiciones y constatar, por ejemplo, que ante la mirada extractivista del archivo colonial existe una contra-mirada cuyas estrategias de fuga —incluso visuales—, en un lugar como Jamaica, son antiguas.
Así, como foránea que tuvo la suerte de encontrarse con un Albert Huie apenas una vez en su vida y nunca antes vio un Everald Brown, me conmueve que estos dos artistas jamaicanos de mediados del siglo XX aparezcan en la sala Land Reformations. Dice Thompson que la imagen de Jamaica como paraíso para ser consumido por la metrópoli europea fue acompañada de un estilo pintoresco que escasea en imágenes que recalquen el trabajo de lxs jamaicanxs o de ellxs mismxs modificando su entorno. En Crop Time [Tiempo de cosecha] (1955), de Huie, la tierra es transformada por una bandada de cuerpos negros que se mueven, cortan, envuelven y transportan pacas de caña. Bush Have Ears [Los arbustos tienen oídos] (1976), de Brown, profundiza en el vínculo entre individuo y territorio: las montañas son seres místicos con rostros y los seres humanos las habitan igual que microorganismos diminutos, como células que las constituyen. Espacios sagrados, entes que atesoran conocimientos antiguos, las montañas no son paisaje sino reverberación del universo y sus movimientos infinitos en Mysticall Hills [Colinas místicas] (1979), también de Brown.
Observo las pinturas de Huie y Brown, y pienso en las tradiciones de cimarronaje y camuflaje que se revelaron centrales para entender Jamaica durante mi visita. Pocas sociedades esclavistas vieron un nivel de sublevación similar al de Jamaica. Ahí, las comunidades maroon/cimarronas han existido continuamente en una interdependencia con el entorno que confronta discursos coloniales de extracción e instrumentalización de la tierra y la violencia con la que esos mismos discursos se manifiestan visualmente. Las pinturas de Huie y Brown, en tanto archivo visual jamaicano, dan cuenta de un continuum que alimenta tradiciones —huidas, camuflajes— más contemporáneas.
Kingston está atravesada por el meridiano 76º oeste y Cartagena, al lado, por el 75º oeste. Recorriendo Kingston, recuerdo la geografía amorfa y soleada de algunos barrios cartageneros. Y en ciertas canciones de champeta, un género musical autóctono de Cartagena, se reconocen los acordes del reggae jamaicano. Mi visita a Jamaica y a la bienal estuvo atravesada por la revelación de un espacio sensible compartido, de una cercanía. Las similitudes, distancias, diferencias, que tejen ese espacio quizá expliquen por qué sentí una predilección por la sala New Horizon Lines, con sus preguntas y promesas.
En las imágenes impresas de Paul Anthony Smith (Jamaica, 1988), el vacío geométrico de una cerca revela el mar o una playa con palmeras. Para alguien que creció en Cartagena —la ciudad turística par excellence de Colombia—, donde el acceso al centro histórico es cada vez más restringido para lxs localxs y la privatización absoluta de las playas públicas parece una realidad no muy lejana, las impresiones de Smith resuenan con sus comentarios sobre acceso y circulación en espacios imaginados como el paraíso: ¿quién accede a esa playa? ¿Quién la circula? La cerca de Smith, dibujada con aerosol sobre la imagen, fracciona el paraíso para revelar que la imagen no es completa; que cada playa paradisíaca oculta un envés de explotación o de ciudadanía de segunda clase, ya sea para cartagenerxs o jamaicanxs.
Sin embargo, en medio del horizonte de preguntas abrumador que impone la industria turística y su legado colonial, algunas piezas de esta bienal son una invitación cándida a creer en las posibilidades del presente: pensar otros horizontes. Durante un año, Oneika Russell (Jamaica, 1980) visitó y fotografió Lime Cay, una playa en la que lxs kingstonianxs todavía pueden tomar un baño de mar los fines de semana. Las 26 acuarelas de Lime Cay Figures [Figuras de Lime Cay] (2023-2024) tienen una frecuencia bajita de lo cotidiano, de quien dice “aquí estamos” y observa amorosamente su lugar. Los tonos azules, verdes y lilas del mar y las playas de Russell derraman delicadeza en la mañana, al mediodía o al atardecer. Cada acuarela va acompañada de un texto minúsculo, tomado de una revista o sitio web, que relata una situación de la sociedad jamaicana que pasa desapercibida, documentos financieros o reportes del clima.
Mirando cuidadosamente la cotidianidad del agua, las fotografías submarinas de Nadia Huggins (Saint Vicent) vinculan la fragilidad de los ecosistemas que habitan la superficie del mar con la de aquellos que habitan debajo de ella. La abstracción acuosa y silenciosa del paisaje de burbujas y luz de Huggins crea un espacio para detener la mirada —aguantar la respiración— e imaginarnos en el movimiento que es la huida: en el movimiento, los contornos se difuminan; ahí es posible camuflarse.
El camuflaje como tecnología cimarrona, su cotidiano imperceptible, abierto a la pregunta, confronta las certezas que impone toda imagen del paraíso y su legado colonial. Es quizá esta la provocación que persiste, vibrando bajito; después de visitar la bienal, los encuentros en Jamaica y las conversaciones: ¿de qué modo las estrategias de huida visual que proponen algunxs artistas dialogan/se insertan en antiguas tácticas colectivas, comunitarias y anticoloniales? ¿De qué modo las palabras “movimiento”, “diáspora” y “camuflaje” contribuyen a repensar conversaciones necesarias en la urgencia de nuestros presentes políticos? ¿De qué formas las preguntas subrayadas por una bienal en Kingston reverberan en lugares en los que deberían ser escuchadas, como Cartagena? ¿Qué hacemos para que estos diálogos, originados en las semejanzas de los espacios compartidos (Caribe, Latinoamérica, y todos esos nombres que a veces dicen y otras no), se conviertan en estrategias presentes y futuras para continuar imaginando otras formas de existencia? Por aquí me quedo, en el recorrido.